sábado, 26 de enero de 2013

Cuento anónimo.


“No teníamos nada en común sólo la “pista de baile” (o más bien un salón en el que yo tomaba clases donde había salsa, rock and roll, mambo, merengue, etcétera). Yo cursaba salsa 1. Èl, mi maestro, quien tenía cuatro años más que yo, tenía una sonrisa de campeonato y la nariz operada. Me gustaba ver su mirada, sus piernas ágiles, su trasero en movimiento; observaba cada detalle, su camiseta imitación Tommy Hilfiger, sus mocasines de plasti piel, sus jeans  con salpicaduras de cloro “a la moda”. Me parecía tan…valiente. Cada clase cruzaba los dedos para que esa tarde, faltaran los hombres del grupo y forzosamente tuviera que bailar con él. La forma en la que me tocaba, rodeaba mi cintura, me indicaba la dirección de los pasos con su mano me parecía lo más erótico del mundo. Él lo sentía también, yo lo sabía. Flotábamos sobre la duela. Ginger Rogers me la pelas.
Yo estaba dispuesta a todo, dejaría mi vida de niña fresa por el amor de un maestro de baile. “Amor prohibido susurran por las calles” , rezaba la canción y yo me dejaba llevar embriagada por el aroma de su locución.
A fin de curso invitó a toda la clase a una noche de rock and roll que organizaba con su mejor amigo. El boleto decía:

“Gran Rock and Roleada (sic.). Llevar disfras (sic).
calle del puente 156, Coapa
Esa noche esperaría a que estuviera pedo y cuando me sacara a bailar me le lanzaría con todo. Beso, nalga, arrimón. Me puse una falda, calcetines a los tobillos, “ponytail” y suéter rosa. Julissa, me la pelas. Llegué a la fiesta, había mesas de plástico, techo de lamina, sabritones. Respiré profundo. Busqué con urgencia un trago y ¡oh sorpresa! sólo había refresco: mirinda o coca en vasito de platico transparente y no había más hielo que el hielo seco que en ese momento inundaba la pista. En lugar de salir corriendo me dije a mi misma con optimismo y sonrisa forzada “esto es México”.
Él salió a la mitad de la pista y para empezar la noche, dio un show. Estaba “vestido de Elvis”. Gel Xiomara. Yo me convencí de que el show estaba padre. Lo que no estuvo padre es que salvo un saludo de tres segundos, no me sacó a bailar en toda la noche, nada. Ni una sola pieza. Ni siquiera se sentó a platicar. Me ignoró por completo. Cuando ya los invitados se empezaban a ir, empezaban las baladas y en la bocina se escuchó “Lagrimas de juventud” de Lorenzo Antonio y, la neta, me pegó. No lloré.
Llegue a mi casa, me serví un whiskey derecho, me deshice mi “ponytail” (Julissa chinga tu madre) y desde el más profundo despecho de mis labios, pronuncié eso que luché por contener por tantos meses, eso horrible que no quería decir, eso que grite con toda la fuerza posible: eres un pinche ñero. Entonces sí llore, de rabia, de dolor, de juventud.
El verano pasó. El módulo siguiente era “chachachá”. Decidí continuar. Pero muy pronto descubrí que con el corazón roto no se puede bailar ese ridículo género que consiste en brinquitos “un, dos, undostres” ni mantener la dignidad mientras te rebotan las chichis y los cachetes y la canción que bailas dice “los marcianos llegaron ya y llegaron bailando richachá”. Pero a demás el enamoramiento se esfumó cuando lo vi bailar. Se movía horrible y sonreía mientras brincaba el muy pendejo. Ricacha. Ricacha. Ricacha. Se acabo dejé las clases para siempre.
Muchos años han pasado y la herida sanó. Sin embargo, cada vez que en una boda escucho “lo quiero a morir” de Zayda, la negra dinamita, algo en mi vientre se contrae y aparecer un deseo incontrolable de verlo aparecer en la pista. “es un cuchillo que me corta las venas, lo quiero a morir”.
                  anonim@---- 8.P


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