“No teníamos nada en común sólo la “pista de baile” (o más bien
un salón en el que yo tomaba clases donde había salsa, rock and roll, mambo,
merengue, etcétera). Yo cursaba salsa 1. Èl, mi maestro, quien tenía cuatro
años más que yo, tenía una sonrisa de campeonato y la nariz operada. Me gustaba
ver su mirada, sus piernas ágiles, su trasero en movimiento; observaba cada
detalle, su camiseta imitación Tommy Hilfiger, sus mocasines de plasti piel,
sus jeans con
salpicaduras de cloro “a la moda”. Me parecía tan…valiente. Cada clase cruzaba
los dedos para que esa tarde, faltaran los hombres del grupo y forzosamente
tuviera que bailar con él. La forma en la que me tocaba, rodeaba mi cintura, me
indicaba la dirección de los pasos con su mano me parecía lo más erótico del
mundo. Él lo sentía también, yo lo sabía. Flotábamos sobre la duela. Ginger
Rogers me la pelas.
Yo estaba dispuesta a todo, dejaría mi vida de niña fresa por el
amor de un maestro de baile. “Amor prohibido susurran por las calles” , rezaba
la canción y yo me dejaba llevar embriagada por el aroma de su locución.
A fin de curso invitó a toda la clase a una noche de rock
and roll que organizaba con su mejor amigo. El boleto decía:
“Gran Rock and Roleada (sic.). Llevar disfras (sic).
calle del puente 156, Coapa
Esa noche esperaría a que estuviera pedo y cuando me sacara a
bailar me le lanzaría con todo. Beso, nalga, arrimón. Me puse una falda,
calcetines a los tobillos, “ponytail” y suéter rosa. Julissa, me la pelas.
Llegué a la fiesta, había mesas de plástico, techo de lamina, sabritones.
Respiré profundo. Busqué con urgencia un trago y ¡oh sorpresa! sólo había
refresco: mirinda o coca en vasito de platico transparente y no había más hielo
que el hielo seco que en ese momento inundaba la pista. En lugar de salir
corriendo me dije a mi misma con optimismo y sonrisa forzada “esto es México”.
Él salió a la mitad de la pista y para empezar la noche, dio un show.
Estaba “vestido de Elvis”. Gel Xiomara. Yo me convencí de que el show estaba padre. Lo que no estuvo padre
es que salvo un saludo de tres segundos, no me sacó a bailar en toda la noche,
nada. Ni una sola pieza. Ni siquiera se sentó a platicar. Me ignoró por
completo. Cuando ya los invitados se empezaban a ir, empezaban las baladas y en
la bocina se escuchó “Lagrimas de juventud” de Lorenzo Antonio y, la neta, me
pegó. No lloré.
Llegue a mi casa, me serví un whiskey derecho, me deshice mi “ponytail” (Julissa chinga tu madre) y desde el
más profundo despecho de mis labios, pronuncié eso que luché por contener por
tantos meses, eso horrible que no quería decir, eso que grite con toda la
fuerza posible: eres un pinche ñero. Entonces sí llore, de rabia, de dolor, de
juventud.
El verano pasó. El módulo siguiente era “chachachá”. Decidí
continuar. Pero muy pronto descubrí que con el corazón roto no se puede bailar
ese ridículo género que consiste en brinquitos “un,
dos, undostres” ni
mantener la dignidad mientras te rebotan las chichis y los cachetes y la canción
que bailas dice “los marcianos llegaron ya y llegaron bailando richachá”. Pero
a demás el enamoramiento se esfumó cuando lo vi bailar. Se movía horrible y
sonreía mientras brincaba el muy pendejo. Ricacha. Ricacha. Ricacha. Se acabo
dejé las clases para siempre.
Muchos años han pasado y la herida sanó. Sin embargo, cada vez
que en una boda escucho “lo quiero a morir” de Zayda, la negra dinamita, algo
en mi vientre se contrae y aparecer un deseo incontrolable de verlo aparecer en
la pista. “es un cuchillo que me corta las venas, lo quiero a morir”.
anonim@---- 8.P
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